El Trastero de Arien

jueves, agosto 18, 2005

Un cuento

Los que me conocen saben que me gustan mucho los cuentos. Me acabo de acordar de uno que creo que merece la pena ser contado.

El niño de este cuento se llamaba Manolo. No era ni especialmente bueno, ni travieso, ni obediente. Pero si que tenía un gran corazón. Vivía con sus padres y su abuelito, la abuelita ya había ido al cielo.
El abuelo era ya muy mayor, y aunque le hubiera gustado arrimar el hombro con las tareas para mantener la casa, como podría ser ir a llevar a pastar la cabra, ir a recoger leña,... sus piernas ya no lo llevaban a donde el quería. Y ya lo sentía él, puesto que la casa era pobre y cualquier cosa hubiera venido bien.
Sentía que era una carga para todos, menos para Manolo. El chaval, después de salir de clase y jugar un rato en la plaza iba a casa a escuchar los cuentos, canciones y romances que contaba el abuelo. Sobre todo en las tardadas de invierno que oscurecía pronto.

A Manolo le encantaba oír al abuelo, solo de él aprendió la historia del pueblo, la guerra civil vista desde un bando, la época de los maquis,... o cosas como cuál es la mejor luna para podar las almendreras, el por qué no se debe cortar las uñas en día con erre o porqué hay que mojarse la frente antes de zambullirse en la badina,... todas esas cosas que los mayores saben y la tele no lo cuenta.

A veces su madre le gritaba al abuelo por entretener a Manolo, diciendo que más le valdría estudiar o hacer caligrafía. A lo que el abuelo se excusaba diciendo que cuando el muriera ya tendría el chaval tiempo de hacer esas cosas, pero que mientras lo que él le contaba era la experiencia de toda una vida.
Lo cierto era que suegro y nuera no se llevaban demasiado bien. Bien se acordaba Manolo del día en el que al abuelo se le cayó el plato de la sopa para cenar, y se rompió. Su madre dejó al abuelo sin cenar y a partir de entonces le daba de comer en una escudilla de madera parecida a la que usaban para los gatos.

Ese año fue muy malo, y en todas las casas (menos las ricas) tuvieron que apretarse el cinturón, pero más aun en casa de Manolo. Y para colmo se les murió la burra. La muerte de un animal de trabajo siempre significaba un drama en una casa montañesa. ¡Qué no sería en la casa más pobre del pueblo!
La madre le hechaba imaginación al puchero, ya que poco más podía hecharle. Así que un día del duro invierno que estaban llevando Manolo escucho una conversación de sus padres:
- Manuel, no tenemos otra solución que despachar al abuelo
- Pero, es mi padre...
- Sí, a mi tambien me da pena, pero no hay otra solución. Hoy no sé si mañana vamos a poder comer.
Con eso le fue suficiente al pequeño Manolo. Esa noche no pudo dormir y lo poco que durmió soñó con su abuelo pidiendo limosna en el frío suelo de la salida de la iglesia.
Cuando despertó se encontró la almohada empapada de lagrimas.

Cuando bajó el abuelo estaba listo para partir, habia metido las cuatro cosas que consideraba suyas, la boina, la navaja y poco mas, y ahi estaba en la cocina esperando aunque solo fuera un abrazo de despedida.

La madre en un alarde de generosidad le mandó a Manolo a por una manta de la cuadra, ya que hacía mucho frío.
Manolo obedeció más desolado que nunca. Al cabo de un rato volvía a la cocina con una manta vieja, se acercó al cajón de los cubiertos y sacó unas tijeras.
Y empezó a cortar la manta por la mitad

- Pero ¿qué estas haciendo? ¡Dale la manta entera!
- No, papa. Le doy media, y la otra media me la guardo yo para cuando sea mayor y os eche a vosotros de casa.

La salida del chaval les sentó como un mazazo. La reacción fue conmovedora. Allí se abrazaron los cuatro, formando una piña dispuestos a compartir juntos la escasez, el hambre y el amor

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